Batalla de abuela

Reflexiono sobre todo lo que he vivido en el último par de años y pienso que llegará un día en que les cuente a mis nietos batallas sobre aquellos tiempos en los que nos vimos obligados a llevar bozal.

–¿Bozal, abuela? –Me preguntará ese pequeño que ha heredado los ojos de su madre.

–Sí, cariño. Primero, las calles se vaciaron de personas para llenarse de vida. Se vaciaron de basura para llenarse de silencio. El mundo recuperó un pedacito del cielo que fue antaño.

Ese pequeño portador de mi linaje me preguntará sorprendido:

–¿Qué cielo, abuela?

Pero yo no sabré responderle. Hace tanto tiempo que convivo con el caos y la violencia, la contaminación y el egoísmo, que ya he olvidado a aquel primer humano que se apoyaba en los demás para crecer y evolucionar como sociedad.

Me encogeré de hombros y le sonreiré. Que mi amargura por el pasado no le robe las ganas de cambiar el mundo…

–Luego las personas recuperaron sus rutinas en las calles –continuaré–. Todo volvió a ser como era salvo por un pequeño detalle: teníamos que llevar bozal. Podía ser un castigo por lo que le habíamos hecho al planeta o simplemente una nueva normalidad. Los tiempos cambian, ¿sabes, pequeño?

»Miles de personas recorrían las calles cada día, pero nadie las veía. Tan solo unos ojos cansados flotaban sobre el pedazo de tela que nos cubría la mitad de la cara. Tuvimos que aprender a comunicarnos de nuevo. No había sonrisas, no había expresiones, no había emociones… Una mirada debía decirlo todo.

»Los pájaros nos espiaban, divertidos, susurrándose entre ellos que el karma siempre vuelve. Y mientras algunos disfrutábamos del breve respiro que les dábamos a ellos y al resto de seres vivos, otros despreciaron una vez más la vida y una nueva realidad amenazaba a nuestro planeta.

»Los ríos, los montes, las calles, los mares… Todo se llenó de plásticos y telas. Los guantes, la nueva fauna marina; las mascarillas, la flora que crecía en el campo.

–¿Por qué? –me preguntará incrédulo mi nieto–. ¿Es que acaso eliminaron las papeleras?

Yo no tendré más remedio que resoplar y negar con la cabeza agachada por la vergüenza.

–Abuelita –insistirá ese pequeño de ojos saltones lleno de la vitalidad que a mí me faltará–, ¿por qué las personas no respetan su propio hogar?

–No lo sé, cariño, no lo sé.

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